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No hemos aprendido nada

 

 

Corren malos tiempos para todos aquellos que tengan la osadía de ser discrepantes con la opinión generalizada. Hoy si quieres verte libre de problemas, lo que debes hacer es aceptar de una manera sumisa lo que todo el mundo asume. Aunque siempre ha sido difícil ser una voz crítica y diferente, pienso que hoy es mucho más todavía. No deberíamos olvidar que los grandes avances en la historia de la humanidad han venido propiciados por algunos disconformes, que no han aceptado las cosas porque sí, como si fueran verdades absolutas, impuestas desde alguna instancia divina o terrena. Un momento que supuso un gran progreso para la humanidad, fue la Ilustración. Es cuando el hombre sale de la niñez y adquiere su mayoría de edad, y se atreve a pensar y actuar por sí mismo, hasta entonces otros lo hacían por él. Los Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Diderot valorando y usando la razón, como facultad humana fundamental, asumiendo su libertad, fueron capaces de someter a una dura crítica las estructuras políticas, sociales, económicas, religiosas y culturales del Antiguo Régimen. Mas no lo tuvieron fácil y por ello asumieron graves riesgos provenientes de aquellos poderes a los que cuestionaban. El desenlace fue la Modernidad. Por eso, hoy tenemos un sistema democrático, una sociedad laica, una autonomía de lo político de lo religioso, el libre desenvolvimiento de la ciencia…

         Hoy se nos está imponiendo otra verdad absoluta, la que viene impuesta desde los mercados.  Mas esta situación no es novedosa. Durante tres décadas nos vendieron la bonanza de la desregulación de los mercados, el desprecio por el sector público y el señuelo del crecimiento infinito. Los resultados todos los conocemos: progresivo aumento de las desigualdades y una crisis económica sin precedentes. Estos 30 años de casi monopolio ideológico neoliberal supuso una ruptura con respecto a los períodos anteriores. Desde finales del XIX hasta la década de 1970, tal como señala Tony Judt, las sociedades avanzadas occidentales se volvieron menos desiguales, merced a la tributación progresiva, subsidios de los gobiernos para los más necesitados, las democracias modernas se estaban desprendiendo de sus extremos de pobreza y riqueza. Seguía habiendo diferencias. Mas, en estos 30 últimos años las diferencias entre ricos y pobres se han vuelto a incrementar, especialmente en USA y el Reino Unido, epicentros destacados del entusiasmo por el capitalismo desregulado, como en otros muchos países, incluido España. En USA en 1968, el director ejecutivo de GM cobraba 66 veces más que un trabajador típico de GM. Hoy, el director ejecutivo  de Wal-Mart gana un sueldo 900 veces superior al de su empleado medio. El Reino Unido hoy es más desigual en renta, riqueza, salud, educación y oportunidades que en ningún otro momento desde 1920.

         En buena lógica, ese capitalismo desregulado, basado exclusivamente en la consecución del beneficio material,  fue víctima de sus propios excesos, de ahí el estallido de la crisis, lo que hizo “inevitable” el intervencionismo de los Estados que tuvieron que acudir a su rescate, inyectando ingentes cantidades de dinero público para salvar el sistema financiero, por lo que se vieron fuertemente endeudados. No había otra opción, nos decían. Había otras, como señala Paul Krugman con esos fondos públicos se hubiera podido crear una pujante banca pública. Mas parece que no hemos aprendido la lección. Una vez reparados los destrozos, volvemos a la situación anterior al estallido de la crisis. Nuevamente se convierten en dogmas la desregulación y  la privatización. Por ende, la próxima crisis ya se está incubando y será más traumática. Tras el fuerte endeudamiento estatal, los mercados  impusieron a los gobiernos  durísimas políticas de ajustes fiscales. Hay que reducir el déficit público, aumentando los impuestos indirectos, reduciendo todo tipo de prestaciones sociales, rebajando sueldos, congelando pensiones, retrasando la edad de jubilación, potenciando las privatizaciones. Además hay que ejecutar sin reparar en sus costos sociales todo un conjunto de reformas estructurales: reforma laboral con despidos más baratos y descentralización de la negociación colectiva, de las pensiones.  El desenlace final de todos estos procesos es tan claro como el agua cristalina: un importante trasvase de rentas desde la gran mayoría de los ciudadanos hacia una oligarquía financiera. En definitiva, el enriquecimiento de unos pocos a costa del empobrecimiento de muchos. Lo grave es que todo lo ocurrido hasta ahora, ni siquiera lo podemos cuestionar. No solo no lo podemos criticar, todavía más,  nuestra clase política dirigente nos dice que es lo que nos hemos merecido, al haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Y siempre dispuesta a prestarnos un servicio altruista, nos dice que son necesarias todas estas medidas para salvaguardar el Estado de bienestar nuestro y de las generaciones futuras. Es decir, que debemos estarles profundamente agradecidos. Y si tenemos la osadía de discrepar, se nos acusa de insolidaridad. Realmente es de una desvergüenza escandalosa, que insulta a cualquier  inteligencia normal.

No obstante, hay voces discordantes. Hay otras alternativas. Como la expuesta por  Vicenc Navarro.  Reducir el déficit público, en lugar por la vía del gasto, podría hacerse subiendo los impuestos. A través de una política fiscal más justa y progresiva, con la recuperación del impuesto del patrimonio, nueva tributación de las SICAVs, nuevos tipos a las rentas superiores e impuesto de sociedades, persecución de la economía sumergida, entre otras, se podría recaudar hasta 35.235 millones, con los que podría crearse mucho empleo, incrementando los servicios del Estado del bienestar, dando atención a muchos dependientes, por lo que se estimularía la demanda y con ello la recuperación económica, reduciendo así el déficit público.

Cándido Marquesán Millán

 

 

 

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