La civilizada Europa
Los europeos tenemos la costumbre de creernos el ombligo del mundo, la cuna de la civilización. En nuestro continente apareció la cultura griega, el cristianismo y el derecho romano. El románico y el gótico. El Renacimiento, Humanismo, y la Reforma Protestante. Así como la Ilustración basada en el culto a razón humana- reflejada en la frase de Kant aude sapere- que nos serviría para combatir y superar la ignorancia, la superstición y la tiranía, y así construir un mundo mejor. La Revolución Francesa, con los principios de la división de poderes de Montesquieu y la soberanía nacional de Rousseau, que se plasmaron en unos textos constitucionales, así como en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. La Revolución Industrial que permitió un extraordinario crecimiento de la economía, aunque a costa de la explotación de la clase obrera, que hizo necesaria la aparición de las ideologías: marxista y anarquista, con una finalidad emancipadora para conseguir una sociedad más justa, libre y sin explotación alguna. En principio, nada que objetar a la existencia de estos hechos históricos. Mas también los europeos somos igualmente responsables de otros, de los que no podemos sentirnos satisfechos. A algunos de ellos quiero referirme.
Acaba de aparecer la noticia, no muy destacada en los medios de comunicación, de la repatriación y entierro de cinco kawésqar, cuatro adultos y un niño, indígenas del sur de Chile, cuyos restos permanecían en la Universidad de Zurich. Éstos eran indios navegantes que habitaban los gélidos territorios de Tierra del Fuego, en el extremo sur de Sudamérica. Si llegaron al “continente de la civilización” se debió a que a finales del siglo XIX fue usual la captura, el traslado forzoso de indígenas para exhibirlos en los “zoológicos humanos” para diversión de los visitantes y con supuestos fines científicos. Los cinco, miembros de un grupo de once kawesqar, fueron llevados a París en 1881 para ser expuestos en el Jardín de Aclimatación del Bois de Boulogne, tras ser raptados en las costas del Estrecho de Magallanes por un marino alemán. Con posterioridad pasaron al Zoológico de Berlín, donde los alojaron en el recinto de las avestruces, siguiendo a Leipzig, Stuttgart y Nurenberg. Algo parecido se hizo con los fueguinos en 1889 con ocasión de la Exposición Universal de París, que celebraba el Centenario de la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre. En estos zoológicos se pagaba una entrada para ver a los indígenas, presentados "como seres extraños o antropófagos del fin del mundo”. Las duras condiciones significaron la temprana muerte de los cinco indígenas por una "confluencia de factores", en que se presentaron enfermedades como la tuberculosis o la sífilis. La presencia de la sífilis hace suponer que fueron sometidos también a abusos sexuales.
Tras una extensa investigación, 131 años después, las osamentas de estos cinco chilenos han podido yacer junto a sus descendientes. Fueron recibidos por la Presidenta de la República, Michelle Bachelet en el aeropuerto Punta Arenas, quien realizó un "mea culpa" por la responsabilidad del Estado en permitir que fueran sacados del país para ser tratados como animales. "Estos chilenos fueron llevados contra su voluntad, con permiso de las autoridades chilenas en algunos casos, o ante su total indiferencia en otros, y fueron exhibidos para satisfacer la curiosidad del público y el interés antropológico de círculos científicos", expresó.
Igualmente es digno de destacar, como muy bien contó Mario Vargas Llosa recientemente en un artículo, titulado La aventura colonial, la actuación de Leopoldo II de Bélgica en el Congo. Con una mezcla de astucia y diplomacia fue capaz de convertir a su país en una gran potencia colonial. Supo forjarse una imagen de monarca humanitario, altruista, hondamente preocupado por los salvajes. Y así en 1885, las naciones reunidas en el Congreso de Berlín, le regalaron, a través de la Asociación que él había creado, todo el Congo, un inmenso territorio, unas 80 veces el tamaño de Bélgica, para que "abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y cristianizara a los salvajes". Los congoleses se vieron sometidos a una explotación brutal, hasta su extinción. Los castigos, para los que no podían entregar suficiente látex, fueron inhumanos. Las mutilaciones de manos y pies, hasta el exterminio de aldeas enteras, fueron lo normal. Allí hubo un auténtico Holocausto, que llegó al exterminio de 10 millones de seres humanos, lo que no ha sido un impedimento para que los belgas recuerden a Leopoldo II con nostalgia, y le consideren un gran estadista.
Y aquí más cerca. El domingo anterior a la Navidad, en 1511, el dominico Antonio de Montesinos pronunció en la isla de Hispaniola (Haití), en una iglesia con techo de cañas, un sermón "revolucionario". Comentando el texto "Soy una voz que clama en el desierto" (Jn. 1,23), Montesinos emitió la primera protesta pública importante y deliberada contra la clase de trato que sus compatriotas infligían a los indios. El sermón, pronunciado ante la minoría dirigente de la primera ciudad española fundada en el Nuevo Mundo, escandalizó e indignó a sus oyentes. Clamaba con voz llena de ira:
¿Con qué derecho habéis declarado una guerra tan atroz contra esta gente que vivía pacíficamente en su país? ¿Por qué dejáis en tal estado de agotamiento, sin alimentarlos suficientemente, sin preocuparos de su salud? Porque el trabajo excesivo que le exigís, los abruma, los mata. Mejor dicho, sois vosotros los que los matáis, queriendo que cada día os traigan su oro.¿Por ventura no son hombres? ¿No tienen una razón, un alma? ¿No tenéis el deber de amarlos como a vosotros mismos? Estad seguros de que, en estas condiciones, no tenéis más posibilidades de salvación que un moro o un turco".
Esta labor de denuncia sería continuada por el padre Bartolomé de las Casas en su Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias, donde nos describió con no menor dureza :“Entraban en los pueblos, ni dejaban niños, ni viejos, ni mujeres preñadas, ni paridas que no desbarrigaran e hicieran pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en sus apriscos. Hacían apuestas sobre quien de una cuchillada abría un hombre por medio, o le cortaban la cabeza de un piquete, o le descubrían las entrañas….
Los hechos comentados son suficientemente explícitos, ellos solos se comentan. Deberían servirnos para que nosotros los europeos comencemos a cuestionarnos la supuesta superioridad de nuestra civilización. Como lo hace Jean Ziegler en su libro La victoria de los vencidos, donde nos muestra de una manera contundente que si hay superioridad cultural ésta pertenece a las sociedades tradicionales de la periferia, donde predominan los valores de la solidaridad, la dignidad, el goce del instinto vivido, el contacto con los demás y con la naturaleza.
Cándido Marquesán Millán
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