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¿Crisis del neoliberalismo?

 

 

Todos los acontecimientos relacionados con la crisis financiera de los Estados Unidos me generan un profundo malestar. Lo que parece incuestionable es que la crisis debería liquidar de una puñetera vez ya, el dogma neoliberal de que el mercado lo arregla todo. En una ironía de la historia: ha tenido que ser el que empezó su mandato presidencial proclamando que el Estado era el problema y el mercado la solución, defendiendo  la desregulación a ultranza de la actividad financiera para permitirle ser más "eficiente", el que se despida proponiendo que el Estado aporte 700.000 millones de dólares para comprar activos privados de dudoso valor y evitar una quiebra general del sistema financiero. Bush sostuvo que si el Congreso no aprueba su plan, el daño para la economía de EEUU será "doloroso y duradero". "Quiero asegurar a nuestros ciudadanos y a los ciudadanos del mundo entero que éste no es el fin del proceso legislativo", agregó. "Poco importa qué senda toma un proyecto de ley hasta que se convierte en ley. Lo que importa es que tengamos una ley. Estamos en un momento crítico para nuestra economía".

 Pero no sólo es el ínclito Bush. Ahora resulta que la mayoría de los políticos, tratan de competir en demandas de regulación, de refundación, incluso, del capitalismo mundial. No es la primera vez que lo hacen: en las últimas reuniones del G-8, Alemania y Francia pidieron regular las actividades especulativas de un sistema financiero sin control, que se había convertido en un casino regentado por dirigentes con sueldos fantasiosos, asumiendo riesgos crecientes financiados por montañas de deudas. Hemos pasado sin solución de continuidad,  de pedir a los responsables políticos que no interfirieran, que no regulasen, que dejasen libertad a los mercados, a reclamar que arreglen los desaguisados a los que den lugar, incluso cuando la crisis, por sus causas y consecuencias, está más allá de sus competencias y capacidades locales-nacionales.

            Y debemos preguntarnos quiénes han sido los que creado este desaguisado. Muchos han coincidido en afirmar que la culpa de la crisis actual, además del neocapitalismo está en Estados Unidos. El más incisivo ha sido el iraní Ahmadineyad, que ha afirmado que los elevados gastos militares de Estados Unidos en Irak y Afganistán son los que la han producido. Y, si miramos a la historia, no le falta razón. La intervención americana en Vietnam durante los años 60 acabó disparando la inflación y eso, unido a que el precio del petróleo se triplicó en 1973, causó una depresión económica entre las décadas de los 70 y los 80. Ahora podría estar pasando algo parecido. Pero, más allá de la incidencia de las guerras de Irak y Afganistán, la economía americana tiene dos problemas muy graves y casi imposibles de resolver a la vez: un enorme déficit comercial y un enorme déficit presupuestario. Eso tenía que estallar tarde o temprano. Y lo peor es que el plan para rescatar a los bancos americanos puede que ponga orden en Wall Street, pero no reduce ninguno de esos dos déficits históricos e incluso puede aumentar el presupuestario.

            En la misma línea se expresa el premio Nóbel de Economía Joseph Stiglitz en su nuevo libro, La guerra de los tres billones de dólares, en el que calcula los verdaderos gastos del conflicto y asegura que la invasión ha agravado los problemas económicos que el país padece actualmente. El caos económico del presente está relacionado en buena medida con la guerra de Irak”. Para Stiglitz, la guerra de Irak –la primera en la historia norteamericana que no ha exigido un sacrificio económico a los ciudadanos mediante un aumento de impuestos- fue parcialmente responsable del enorme aumento de los precios del petróleo. Además, el dinero invertido en la invasión no estimuló la economía en la misma medida que lo habrían hecho los dólares gastados en Estados Unidos. “A fin de encubrir estas debilidades de la economía estadounidense, la Reserva Federal dejó salir una cascada de liquidez; esto, combinado con normas laxas, dio origen a la burbuja de la vivienda y a un auge del consumo”, argumenta.

Ha sido  en las cloacas espirituales de Wall Street, donde se ha cocinado la mayor crisis financiera de los últimos tiempos, todo ello motivado por la sed de dinero, la avaricia y el afán desmedido de lucro de unos tipejos, que serán los menos perjudicados de la crisis. Ahí van algunos. El presidente de LEHMAN BROThers, Richard Fuld, el hombre a quien se le quebró en sus manos esta compañía con 158 años de existencia, se ganaba US$17.000 por hora. El año pasado se metió al bolsillo $45 millones de dólares. Hoy reclama con el descaro y el desafuero aprendido en la escuela yuppie (young urban profesionals) que han cabalgado en el lomo de la economía mundial en los últimos 25 años, una indemnización por los servicios prestados durante sus 30 años en la compañía. Resultado que consiguió el presidente de Merill Lynch, otro de sus colegas del desplume empresarial al momento de su despido: una indemnización de $161 millones de dólares como reconocimiento por el maltrecho estado en el que dejó la compañía a su cargo. Así son los yuppies, desaforados y codiciosos. Arrogantes y pretenciosos. Viven en nubes de irrealidad, desconectados del acontecer diario del común de los mortales, a quienes miran con suficiencia y desprecio.

             Mas mucho me temo  que la ideología del libre mercado está lejos de estar acabada.  Nadie debería creer en que la crisis actual marca la muerte de la ideología del "libre mercado". Esta ideología siempre ha estado al servicio de los intereses del capital, y su presencia fluctúa dependiendo de su utilidad para esos intereses. Durante los tiempos de auge es rentable predicar el "laissez-faire", porque un gobierno ausente permite inflar burbujas especulativas. Pero cuando esas burbujas estallan, la ideología se convierte en un estorbo y se pone a dormir mientras el gobierno acude al rescate. Pero debemos estar tranquilos: la ideología regresará triunfal cuando el rescate esté hecho. Las deudas masivas que el público está acumulando para afianzar a los especuladores se convertirán entonces en una crisis presupuestaria global, que servirá de excusa racional para profundos recortes en los programas sociales y para un renovado impulso a favor de privatizar lo que queda del sector público.

 

Cándido Marquesán Millán

 

 

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