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El Hombre actual

  

            En estos inicios del siglo XXI, si algo le caracteriza al hombre del mundo desarrollado es la vorágine desenfrenada por el consumismo y la diversión, que demuestran una especie de infantilismo perpetuo, producto de un desencanto y desasosiego manifiesto y perenne.       

El advenimiento de la Ilustración supuso para la especie humana la liberación de determinadas cadenas; de la tradición, y de la autoridad. El individuo puso en tela de juicio aquélla en el nombre de la libertad y rechazaría ésta en el de la igualdad de condiciones propias de la democracia. Ya no quiere comportarse de acuerdo con una ley externa, y  aspiraría a escapar de la esclavitud mental que hasta entonces le sometía, bien la comunidad, Dios, la Iglesia o la Monarquía. El ser humano, desembarazado tras un largo esfuerzo de esas cadenas, haciendo uso de su facultad fundamental, la Razón, alcanzaba la libertad plena y total. Además este movimiento intelectual supuso una fe ciega en la posibilidad del progreso humano. El hombre era capaz de todo, hasta del dominio de la naturaleza. Y así aconteció. Llegó la Revolución Francesa, con sus secuelas de derechos humanos, democracia y libertad. Además con la Revolución Industrial  pudo iniciar el proceso de desarrollo de conquistas materiales, como nunca en la historia humana. Estos procesos iniciados en siglos pasados, se fueron acelerando posteriormente; y así, hoy en los países desarrollados, disfrutamos de unas cotas de libertad y de bienes materiales, como nunca había ocurrido en la historia humana. Nuestra democracia y prosperidad actuales en Occidente se levantan sobre el sacrificio de las generaciones anteriores, que no pudieron gozar del mismo progreso político ni de un grado comparable de perfeccionamiento técnico. Nuestros antepasados nos han dejado una herencia enorme. Por ello deberíamos sentirnos contentos y felices. Mas no ocurre así. Ahora somos libres, y la libertad nos supone una condena, de la que no podemos liberarnos. No tenemos otra opción que elegir, queramos o no. Ahora disponemos de más bienes que nunca. Después del advenimiento del Estado de Bienestar, cualquier ciudadano está cubierto ante cualquier contingencia que se le pueda presentar, sea la que fuere: vejez, paro, enfermedad, etc.. El que tengamos a nuestro alcance más y variadas cosas, no trae como corolario una mayor satisfacción y desarrollo personal.  Ocurre, a veces, muy al contrario.  Probablemente nunca como ahora, se presenta tanto desencanto y desazón. No deja de ser paradójica esta circunstancia. Mas es así. Por ende, buscamos válvulas de escape de diversas maneras.

Una de ellas es el consumismo. Esa necesidad imperiosa y enfermiza de consumir, por el solo hecho de hacerlo, no significa mayor liberación, sino todo lo contrario, mayor esclavitud. Lo queremos todo aquí y ahora, dando muestra de un infantilismo insultante. El principio cartesiano de: Cogito, ergo sum; hoy debería sustituirse por: Consumo, luego existo La llegada de cualquier período de rebajas, nos empuja, en una especie de locura colectiva, a comprar por comprar, como si nos fuera la vida en ello. Si no hay dinero, da lo mismo, para eso están las tarjetas de crédito, con el que pedimos prestado al futuro. Antes,  nuestros padres nos educaban para ahorrar, ahora a nuestros  hijos los educamos para consumir.  El consumo se ha convertido en una religión degradada, es la creencia en la resurrección infinita de las cosas, cuya Iglesia es el supermercado y la publicidad los Evangelios. Acudimos a los Grandes Almacenes a comprar, en la mayoría de las ocasiones objetos fútiles, no para disfrutarlos, sino para aquietar nuestro desasosiego. Por ello nos sentimos melancólicos y nerviosos los domingos, porque ese día los establecimientos comerciales permanecen cerrados, la actividad está suspendida; y nos encontramos entregados y enfrentados a nosotros mismos, a nuestra desazón, vagando por las calles como almas en pena. Esperamos con fruición que el lunes vuelvan a subir las persianas los comercios y así nos recuperamos de esa especie de zozobra aflictiva.

            Otro instrumento de escape ante esta desazón es el afán desenfrenado por la diversión, comportamiento, todavía más si cabe pleno de infantilismo. Creemos tener derecho a la diversión perpetua. Estamos convencidos. Por ello sacralizamos los fines de semana. Nada lo demuestra mejor que esa auténtica locura por salir a la montaña, a la playa, nada más llega el mediodía de los viernes. No nos detiene nada. Da igual que la gasolina sea cada vez más cara; que los accidentes de tráfico sean cada vez más; que los precios de los  alquileres de los apartamentos o de las pistas de patinaje sean cada vez mayores. Da lo mismo. Cuanto más salimos, más insatisfacción. Nunca estamos contentos. De ahí el malestar de los lunes o los traumas posvacacionales. Hace unos años nos contentaba el ir a las playas del Mediterráneo. Luego tuvimos que ir a París, Praga o Budapest. Ahora tenemos que hacerlo a Viet-Nam, China, Japón o la Conchinchina. ¿Y después qué? ¿La Luna?

Sería conveniente y deseable que hiciéramos una parada y fonda, que reflexionásemos un poco, porque este camino no lleva a ninguna parte. Por lo menos, así lo creen conspicuos sociólogos y filósofos, y algunos ciudadanos de  a pie

    

CÁNDIDO MARQUESÁN MILLAN

           

  

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