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Navidad = Consumo y Diversión

 

 

 

            Mi querido lector, en un aviso a navegantes, si no quieres molestarte, te rogaría que no leyeras las líneas que siguen a continuación. Hecha la advertencia, prosigo en mi disertación. No obstante, vuelvo a advertirte que podrían molestarte algunos de los juicios y afirmaciones que voy a expresar. Nadie puede llamarse a engaño.

En estos inicios del siglo XXI, si algo caracteriza al hombre del mundo desarrollado es la vorágine desenfrenada por el consumismo y la diversión, que demuestran una especie de infantilismo perpetuo, producto de un desencanto y desasosiego manifiesto y perenne. Todos tenemos el derecho a comprar, sin importar lo que sea. Todos tenemos el derecho a divertirnos sin reparar en lo que sea. ¡Que nadie se atreva a cuestionarnos estos derechos! Si alguien tiene esa pretensión, se verá sometido a todo tipo de improperios. Y especialmente, en  estos días de Navidad. Mas estos comportamientos tiene su explicación. Hoy en los países desarrollados, disfrutamos de unas cotas de libertad y de bienes materiales, como nunca había ocurrido en la historia humana.  Con el advenimiento del Estado de Bienestar, cualquier ciudadano está cubierto ante cualquier contingencia que se le pueda presentar, sea la que fuere: vejez, paro, enfermedad, etc. Mas  el que tengamos a nuestro alcance más y variadas cosas, no trae como corolario una mayor satisfacción y desarrollo personal.  Ocurre, a veces, muy al contrario.  Nunca como ahora, se presenta tanto desencanto y desazón, lo que no deja de ser paradójico. Mas es así. Por ende, buscamos válvulas de escape de diversas maneras.

Una de ellas es el consumismo. Ese frenesí enfermizo de consumir, por el solo hecho de hacerlo, no significa mayor liberación, sino todo lo contrario, mayor esclavitud. Lo queremos todo aquí y ahora, como si fuéramos niños. El principio cartesiano de: Cogito, ergo sum; hoy debería sustituirse por: Consumo, luego existo. El consumo se ha convertido en una religión degradada, es la creencia en la resurrección infinita de las cosas, cuya Iglesia es el supermercado y la publicidad los Evangelios. Acudimos a los Grandes Almacenes a comprar, en la mayoría de las ocasiones objetos fútiles, no para disfrutarlos, sino para aquietar nuestro desasosiego. Por ello nos sentimos melancólicos y nerviosos los domingos, porque ese día los establecimientos comerciales permanecen cerrados, la actividad está suspendida; y nos encontramos entregados y enfrentados a nosotros mismos, a nuestra desazón, vagando por las calles como almas en pena. Esperamos con fruición los lunes, para que vuelvan a subir las persianas los comercios y así nos recuperamos de esa especie de zozobra aflictiva. Si ya tenemos este sentimiento consumista todo el año, este se multiplica con la llegada de la Navidad, que nos empuja, en una especie de locura colectiva, a comprar por comprar, como si nos fuera la vida en ello. Compramos de todo: belenes, vírgenes, reyes magos, sanjosés, corbatas, zapatos, consolas, muñecas, ordenadores, colonias, ropa interior, etc. Estas fiestas se traducen en una orgía adquisitiva, facilitada por la paga extra, aunque pronto está hipotecada. Es una desvergüenza mercantil única en todo el año, que nos deja a todos al borde de la bancarrota. Y si no hay dinero, da lo mismo, para eso están las tarjetas de crédito, con el que pedimos prestado al futuro. Como en el famoso cuento, se trata de suprimir cualquier intervalo entre la formulación de un deseo y su consecución: lo único que importa no es lo que puedo, sino lo que quiero. La tarjeta de crédito nos oculta el sufrimiento de tener que pagar para obtener las cosas, y al no pagar con dinero, creemos que todo es gratuito. Se acabaron las costosas contabilidades. La hipoteca del futuro es poca cosa comparada con la extraordinaria felicidad de tener de una manera inmediata lo que se codicia. Mas al final la verdad desagradable asoma, y el pago efectivo llega inexorablemente. La diferencia entre el antes y el ahora es grande. Antes,  nuestros padres nos educaban para ahorrar, ahora a nuestros  hijos los educamos para consumir. Por ello, los padres acostumbramos muy pronto a nuestros hijos a consumir; antes de que sepan andar, los llevamos en sus cochecitos, a los Grandes Almacenes. No queremos que sean unos adaptados. Hay que prepararlos, no vaya a ser que les generemos algún trauma.

            Otra válvula de escape, no menos importante, ante esta desazón es el afán desenfrenado por la diversión, como si fuéramos niños. Creemos tener derecho a la diversión perpetua. Estamos convencidos. Por ello sacralizamos los fines de semana. Nada lo demuestra mejor que esa auténtica locura por salir a la montaña y a la playa, nada más llega el mediodía de los viernes. No nos detiene nada. Este sentimiento también se multiplica en estas fiestas. Tenemos que divertirnos mucho más. Para ello buscamos trajes cada vez más caros y sofisticados, y cotillones más  pantagruélicos en los hoteles o restaurantes más suntuosos para la noche de Fin de Año. Como si todavía no fuera bastante necesitamos, a veces, viajes a los lugares más exóticos y sorprendentes. Ya nos sabe a poco hacerlo a St. Moritz, en los Alpes Suizos; o a Punta Cana, en la República Dominicana. El precio no importa. Todo sea por disfrute, la diversión y el goce continuo. Tenemos derecho al descanso y relax, después del largo año de duro trabajo. Pero,  cuanto más gastamos, más salimos, más insatisfacción. Nunca estamos contentos. De ahí el malestar del día después y los traumas posvacacionales.

Sería conveniente y deseable que reflexionásemos un poco, porque este camino no lleva a ninguna parte. Por lo menos, así lo creen conspicuos sociólogos y filósofos, y algunos ciudadanos de  a pie

 

 

 

 

CÁNDIDO MARQUESÁN MILLAN

           

 

 

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