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Un alegato para la esperanza

                       

 

 

Acaba de publicarse la carta pastoral del obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, titulada “La esperanza vence al miedo”, en estas fechas del Adviento. Es un documento de gran calado y profundidad teológica, ética, religiosa y humana. Merece la pena leerse con sosiego y tranquilidad. Destila todo él profundo sentido evangélico, además de infundir esperanza para solucionar los problemas que acucian a la sociedad española por arduos y complejos que estos sean. Uriarte doliéndose profundamente por el retorno del terrorismo, no cae en la desesperanza y pretende inyectar ilusión a toda la ciudadanía, cristiana o no. En este sentido contrasta con otros documentos recientes de las jerarquías católicas españolas, como “Orientaciones morales ante la situación actual de España” de la Conferencia Episcopal de noviembre de 2006; o “Los Idus de Marzo”, de monseñor Jesús Sanz, obispo de Huesca, de marzo de 2007. Estos dos últimos destilan pesimismo, zozobra y quieren infundir el miedo, como si España estuviera al borde  de un precipicio.

El documento de Uriarte en una primera parte quiere identificar escuetamente algunos concretos temores y preocupaciones que afligen la existencia humana, la convivencia social y la vida eclesial, y suponen un desafío para nuestra frágil esperanza. La conclusión señala unas cuantas tareas que la esperanza postula de nuestra condición de ciudadanos y de miembros de la Iglesia.

Existen decepciones. Una de estas ilusiones ha sido el desarrollo: hemos creído que la ciencia y la técnica iban a resolver todos nuestros problemas y asegurarnos un progreso en todos los órdenes de la vida. Indudablemente, el avance ha sido admirable. Vivimos mucho mejor. Pero, ¿somos mejores, más libres, más felices que nuestros abuelos?

La segunda gran ilusión ha sido un mundo más justo y solidario, en el que irían desapareciendo diferencias injustas y opresoras entre pobres y ricos, cultos e ignorantes, países opulentos y arruinados, Norte y Sur de nuestro plantea. Algunas diferencias han ido disminuyendo. Otras subsisten obstinadamente. Han surgido incluso nuevas opresiones. En general, no nos decidimos efectivamente a favorecer la promoción de los pueblos del Sur a costa de recortar nuestro bienestar. La decepción es una de las enfermedades de la esperanza.

También nos acucian los miedos. Los expertos identifican en nuestra conciencia colectiva cuatro amenazas que desencadenan una tasa no desdeñable de temor. Una es la amenaza nuclear, que no ha desaparecido con la distensión entre los bloques de antaño, aunque sí parece haberse atenuado en la conciencia subjetiva de muchos de nuestros contemporáneos. Es innegable que la humanidad tiene hoy medios técnicos para aniquilarse a sí misma.

Otra es la amenaza ecológica. El planeta Tierra está siendo expoliado irresponsablemente. La contaminación de la atmósfera y de las aguas va convirtiendo paso a paso la tierra en un vertedero de desperdicios. Otra es hoy la amenaza terrorista. Nosotros la conocemos a nuestra escala. Hoy se ha convertido en un problema mundial. Viejas injusticias y fanatismos recrudecidos han provocado un riesgo real que se ha materializado en terribles atentados y ha despertado la alerta y la alarma en los países prósperos del Primer Mundo.

Un nuevo fenómeno es sentido también, en este Norte privilegiado, como una cuarta amenaza para nuestra seguridad: la oleada migratoria. Es la presión que los pueblos del Sur, sumidos en una miseria desesperada, ejercen de manera cada vez más apremiante y explosiva sobre el Norte rico, que dosifica con miras casi exclusivamente egoístas y defensivas, la admisión de esta marea creciente.
No es difícil concluir que estos temores, en la medida en que son percibidos por la conciencia colectiva, ensombrecen nuestro futuro y, por tanto, nuestra esperanza.

Además menciona la crisis de la ética y el oscurecimiento del sentido de la vida «Nunca el ser humano ha sabido tanto de sus orígenes y tan poco de su destino», decía ya Hegel.

Los temores existenciales y las preocupaciones sociales antedichas nos son comunes con otras comunidades europeas. Pero tenemos también problemas específicos que golpean nuestra esperanza. Uno de ellos es el grave y persistente problema de la paz, tantas veces aludido, descrito y moralmente valorado por el magisterio episcopal de este país. No es mi propósito repetir aquí innecesariamente su tratamiento. Pero es preciso anotar que en nuestros días hemos sufrido una regresión deplorable y preocupante, que nos remite a un crudo pasado que muchos creían cancelado. El lamentable fracaso de las expectativas de paz, el retorno abominable de ETA a su actividad terrorista, el recrudecimiento de la «kale borroka», el endurecimiento de las posiciones políticas y de las reacciones institucionales, han supuesto un rudo golpe a las esperanzas de la gran mayoría de los ciudadanos. Queremos confiar en que este retroceso de la causa de la paz sea transitorio. Pero al día de la fecha, nada nos asegura que habrá de ser así. En cualquier caso, una nueva decepción y un renovado temor a una confrontación inhumana han congelado la ilusión de la ciudadanía y debilitado su esperanza de paz.

En la parte final del documento nos comunica que los Medios de Comunicación Social tienen, en nuestro mundo, un enorme potencial configurador de la mentalidad, de la sensibilidad y de la conducta de los ciudadanos..Si por motivos comerciales o servidumbres ideológicas se describen y comentan de manera reiterada y duramente sesgada los aspectos sombríos de la realidad, el ánimo de los ciudadanos se encoge y, lejos de sentirse estimulado, puede ir hundiéndose en un derrotismo pasivo. El género literario preferente para generar esperanza no es el lamento ni el insulto, sino la propuesta constructiva.

 

Los Medios de Comunicación de la Iglesia tienen el deber de ser ejemplares también a la hora de suscitar la esperanza. Muchos de sus escritos y programas son coherentes con este deber ineludible. Lamentablemente no todos. La Iglesia debe procurar que todos sus profesionales siembren concordia, respeto al diferente, serenidad valorativa. Estas actitudes nutren la moral de los ciudadanos. Debe asimismo evitar que ninguno destile animosidad, ironía mordaz, sectarismo. Tales comportamientos desmoralizan, desaniman y siembran desesperanza.

Termina defendiendo que en esta tierra nuestra, fuertemente tocada en su esperanza colectiva por el azote de la amenaza terrorista, debemos mantener viva la esperanza de una paz justa y estable.

 

Cándido Marquesán Millán

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