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Vicisitudes poco conocidas en la redacción del artículo 2º de la Constitución

 

Cándido Marquesán

Revolotea de nuevo sobre nuestras cabezas el mito de la Inmaculada Transición. Se ha convertido en una mala costumbre que siempre que la democracia en España sabe a decepción o engaño, como ahora, se recurre a ella como si fuera el bálsamo de Fierabrás para solucionar todos nuestros problemas. Ejemplos de estos comportamientos son numerosos.

 

 

Entre ellos, me viene a la memoria que tras la manifestación del 11-S de 2012 en Barcelona por la independencia de Cataluña, la Jefatura del Estado en su página web publicó  una sustanciosa carta, en la que reconociendo la dificultad de la coyuntura económica, social y política, recomendaba que para superarla debíamos actuar unidos, y no perder el tiempo en escudriñar sobre nuestras esencias; y recuperar los valores del trabajo, el esfuerzo, el mérito, la generosidad, el diálogo, el imperativo ético de la Transición.

Estos supuestos valores son cuestionables, aunque quien tiene la valentía de hacerlo es acusado con acritud de poner en peligro nuestra democracia que tantos esfuerzos nos ha costado construir. Y esta circunstancia se debe a que se ha construido una determinada conceptualización de nuestra Transición, en la que han colaborado al unísono medios de comunicación, la mayoría de la clase política y de la historiografía. Lo expresó muy bien Gregorio Morán en un artículo titulado La Transición Democrática y sus historiadores en abril de 1982, en el que señala que la clase política de la Transición y sus historiadores acordaron reunirse para decidir cómo se debía escribir la historia, el mes de mayo de 1984 en San Juan de la Penitencia, en Toledo, bajo los auspicios de la Fundación José Ortega y Gasset.

Allí, clase política e historiadores, decidieron cómo se debía escribir la Transición y cómo debía quedar el repertorio de personajes ante la inminente posteridad. Así fue posible que el gremio de historiadores especializados en la Transición construyeran una historia angélica basada en los testimonios de los protagonistas. La clase política procedente de la dictadura esperaba ansiosa el momento de exteriorizar su sensibilidad democrática. Los partidos clandestinos estaban henchidos de patriotismo y su militancia entendía que había llegado el momento de dejar las diferencias para aunarse en lo trascendental: la monarquía parlamentaria.

El propio monarca esperaba el momento oportuno para anunciar a los españoles la buena nueva de la democracia. En fin, la ciudadanía, con una madurez y un pragmatismo dignos de nuestra estirpe y que no había tenido ocasión de manifestarse durante siglos, mostraba al mundo cómo se podía pasar de una tiranía totalitaria a un modelo democrático homologado con Occidente. ¡Que bonito! En esa línea de pensamiento se estableció que uno de los pilares básicos de esa  Transición, era la Constitución de 1978, paradigma de política de consenso, ya que supuso, por primera vez en nuestra historia constitucional, la desaparición de las constituciones de partido, merced a que sus redactores, los padres de la Constitución, conocedores de nuestro trágico pasado, pretendieron no volver a cometer los mismos errores. Y por ello, todos en un acto de generosidad ejemplar hicieron cesiones, por lo que es una constitución de todos, sin ser de ningún partido en concreto.


Por ende, este es el discurso imperante, el políticamente correcto, aceptado por la gran mayoría.  Y siendo así desde  su aprobación, se la quiso rodear de una aureola casi sacrosanta, y, por ende, si alguien se atreve a cuestionarla en algún aspecto fundamental, es víctima de durísimos ataques. Y son especialmente virulentos los dirigidos a los nacionalistas periféricos, que al defender la existencia de otras naciones se atreven a cuestionar el artículo 2.: La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas. Mas este artículo no fue producto del consenso entre los diferentes miembros de la ponencia que redactó la Constitución; muy al contrario, se debió a una imposición extraparlamentaria, casi con toda seguridad de origen militar.

Según el profesor  Xacobe Bastida Freixido, en el transcurso de la discusión en torno a las enmiendas  que tocaban al artículo 2º, y cuando Jordi Solé Tura presidía la ponencia-era rotatoria-, apareció un mensajero con una nota procedente de la Moncloa en la que se señalaba cómo debía estar redactado tal artículo. El texto de la nota era “La Constitución española se fundamenta en la unidad de España como patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la indisoluble unidad de la nación española”. Como vemos casi exactamente con el actual artículo 2º de la Constitución.

Por ello, lo que parece incuestionable es que su redacción no se debió al lógico devenir de la actividad parlamentaria y sí a la imposición de fuerzas ajenas al mismo. Para conocer la prueba de esta circunstancia podemos recurrir al testimonio de un protagonista directo; el de Jordi Solé Turá, el cual ya en 1985 en su libro Nacionalidades y Nacionalismos en España, de Alianza Editorial,  en las páginas 99-102, nos lo cuenta con todo tipo de detalles. Por lo que parece, no ha interesado que este dato se conociera.

Nunca un constitucionalista, ni siquiera los más prestigiosos lo han mencionado. Como tampoco la mayoría de los políticos y los intelectuales españoles. El silencio resulta sospechoso. Y lo que parece más grave, es que aquel que tiene la osadía de mencionarlo,  puede verse sometido a todo tipo de dicterios, como si estuviera poniendo en grave peligro la convivencia de la sociedad española. Todavía más, es que a la mayoría política e intelectual les resulta intolerable la existencia del hecho. Cuando sería muy fácil el admitirlo, considerando las circunstancias propias de una Transición todavía mediatizada por un pasado dictatorial y un mando militar muy poco predispuesto a admitir que alguno pudiera cuestionar la indisoluble unidad de la nación española, como si ésta fuera una realidad metafísica.

La conclusión de todo lo antecedente parece clara. Se podrá cuestionar la esencia y la existencia de los nacionalismos periféricos con los argumentos que parezcan oportunos.  Mas nunca con la susodicha teoría del “consenso”, por lo menos en lo que hace referencia al artículo 2º de nuestra Constitución, ya que no lo hubo en absoluto, como queda demostrado fehacientemente.

 

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