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AUNQUE SOLO SEA POR DIGNIDAD, TENEMOS QUE REACCIONAR

Cándido Marquesán Millán

Una de las cuestiones que me preocupa profundamente es el que se haya extendido como un tsunami la idea de que las políticas económicas puestas en marcha por el gobierno de Rajoy son inevitables, al ser las únicas posibles. Si alguien tiene la osadía de cuestionarlas puede verse sometido a furibundos ataques desde los grandes medios  de comunicación tanto públicos como privados, en perfecta connivencia con los poderes económicos dominantes, a  los que se prostituyen los poderes políticos. Ese es el gran triunfo del neoliberalismo, el haber negado cualquier posibilidad de alternativa. Obviamente un sistema político sin alternativa no es una democracia, ya que esta presupone la negación del pensamiento único. Pero naturalmente que hay alternativas.

 

Se puede combatir el déficit público en lugar de por la vía de la reducción del gasto por la del incremento de los ingresos, combatiendo el fraude fiscal- para conocer su importancia es muy pertinente la lectura del libro de Roberto Velasco Las cloacas de la economía-  o haciendo una reforma fiscal para que contribuya el capital en el mismo porcentaje que el trabajo-al respecto nos acaba de anunciar nuestra vicepresidenta del Gobierno que un Comité de sabios tendrá para el próximo febrero preparada una.

Esperemos que no sea su composición como el Comité de “Expertos” que elaboraron el Informe sobre la reforma de las pensiones públicas. En lugar de reducir el gasto social, se puede reducir el gasto militar. En septiembre de 2012, se aprobó un Real Decreto para aprobar un crédito extraordinario de 1782 millones y así hacer frente a unos compromisos de gastos militares. En unos momentos que se estaban haciendo brutales recortes sociales y que el presidente del Gobierno, y  el ministro de Hacienda nos decían que no había dinero, y lo decían  así, con toda claridad: no había dinero.

No había dinero para nada; no había dinero para sanidad, no había dinero para educación, no había dinero para dependencia, no había dinero para políticas activas de empleo, no había dinero para políticas de infraestructuras, pero sí había dinero para el presupuesto de Defensa aumentando un 30%, disparando, nunca mejor dicho, ese presupuesto sin ningún precedente, para eso sí que había dinero. En lugar de las actuales políticas de austeridad -que según un estudio del FMI sobre 173 casos de austeridad fiscal registrados en los países avanzados entre 1978 y 2009 confirmaba que las consecuencias fueron mayoritariamente negativas: contracción económica y aumento del paro- existe una opción  por las de crecimiento. Podríamos poner otros ejemplos.

Por ello, me sorprende que la sociedad acepte sumisa las políticas dominantes. Mas todo tiene una explicación. Desde arriba a la gran mayoría la han inoculado unas dosis inmensas de miedo, lo que desactiva cualquier espíritu crítico y  reivindicativo. Es un miedo aterrador, propiciado por el bombardeo de continuos mensajes en los medios de comunicación. "Rajoy: "Lo que viene es muy difícil". "Estamos en el 27% de parados”". "La Seguridad Social ha tenido que hacer uso del fondo de reserva para poder hacer frente a la paga extra de los pensionistas". “Hay que modificar el sistema de pensiones públicas, de lo contrario hará crack”. "El miedo regresa a los mercados". Así se entiende que todos estemos atemorizados por nuestro futuro, cada vez más negro.

Se esfuman todas las certezas, ya no tenemos garantía de nada, todo supone precariedad y desasosiego. Bauman habla de sociedad líquida, la sociedad contemporánea es aquella en la que nada permanece; todo es precario, vacilante e incierto. Hay un temor generalizado: los que tienen un trabajo a perderlo y a no tener garantizada una pensión en el futuro; los parados a no tenerlo nunca; y los que quieren tenerlo  tienen que aceptar cualquier condición impuesta por el empresario-hoy a nadie que vaya a una entrevista de trabajo le pasa por la cabeza el preguntar cuánto va a cobrar-, los jubilados a no poder mantener el nivel adquisitivo de sus pensiones; y todos a la perdida de las prestaciones del Estado de bienestar.

Ya no existe confianza en el Estado para protegernos de los ataques implacables de un mercado desbocado, ni tampoco en los partidos políticos ni en los sindicatos. Además nos han impuesto y lo hemos interiorizado un sentimiento de culpabilidad, como si fuéramos los únicos responsables de la crisis actual. Esto nos pasa por "haber vivido por encima de nuestras posibilidades". Nosotros somos los culpables: el parado por no buscar trabajo o no aceptar un salario de miseria, el desahuciado de su vivienda por haber suscrito una costosa hipoteca. Somos los culpables, y tenemos que pagar por ello. Tenemos que hacer penitencia por nuestros pecados.

Y así cualquier medida que nos impongan por dura que sea, se acepta con el argumento “todavía podía haber sido peor”. También nos han generado y hemos asumido la insolidaridad y un egoísmo individualista, del "sálvese quien pueda", viendo en los otros a unos peligrosos rivales que nos pueden perjudicar nuestro nivel de vida. El que trabaja en la empresa privada se alegra de la reducción del sueldo o del despido de los empleados públicos; los que trabajan o los pensionistas se quejan del subsidio de desempleo para los parados; estos ven como rivales a los emigrantes. La construcción de un enemigo exterior nos impide ver que los intereses de unos y otros, de los inmigrantes, de los trabajadores, de los parados y de los pensionistas son comunes y así no surge una conciencia de solidaridad entre ellos. Por ende, se ha desactivado cualquier conato de lucha o de reivindicación para mantener nuestra situación, a mejorarla hace tiempo que hemos renunciado.

Mientras el miedo lo tengamos los de abajo, los de arriba están tranquilos. Lo ha dicho muy bien  el gran maestro de historiadores Josep Fontana,  en su reciente libro El Futuro en país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI “, aunque ya lo dijo en 1994 en otro libro suyo Europa ante el espejo “Desde 1789 hasta el hundimiento del sistema soviético las clases dominantes europeas convivieron con unos fantasmas que atormentaban su sueño: jacobinos, carbonarios, anarquistas, bolcheviques…, revolucionarios capaces de ponerse al frente de las masas para destruir el orden social vigente.

Este miedo, infundado o no, estaba ahí, les obligó a hacer concesiones que en la actualidad, como no hay ninguna amenaza que les inquiete- todo lo que puede ocurrir son pequeñas escaramuzas fáciles de controlar- no tienen que mantener”. Esto es tan claro como el agua cristalina. El Estado de bienestar instaurado en buena parte de Europa occidental tras la II Guerra Mundial, se explica por el temor a una revolución social, en el Este estaba “el modelo comunista”, y en el oeste, los partidos comunistas de Francia o Italia, eran cada vez más potentes. Hoy la clase dominante no tiene ningún fantasma que la inquiete.

Por ello no hay necesidad de hacer concesiones. De esta minoría que se enriquece cada vez más a costa del empobrecimiento de muchos otros, no cabe esperar nada para una mejora del conjunto de la sociedad. Y es así porque como pronosticó ya en 1996 Christopher Lasch en su libro La rebelión de las élites y la traición a la democracia, los grupos privilegiados del ámbito político y financiero, han decidido liberarse y despreocuparse de la suerte de la mayoría y dan por finalizado unilateralmente el contrato social suscrito tras la II Guerra Mundial que les unía como ciudadanos, aunque no lo hicieron por sentido de solidaridad, sino por miedo a la rebelión de los trabajadores. Hoy las élites han perdido la fe en los valores, mientras que las mayorías han perdido interés en la revolución.

Hoy aquellas andan crecidas, nada más hay que oír a empresarios que todavía hablan de flexibilizar más las relaciones laborales. Casi dos millones de trabajadores se van a quedar sin convenio, por lo que quedarán a los pies de los caballos de los empresarios. Y todavía quieren más.  En la misma línea acaba de decirlo Rafael Poch  “De momento es obvio que la oligarquía se ríe de la calle. Su goleada es total. Le basta y sobra con la guardia urbana. Por eso sus trucos y discursos se repiten con una desvergüenza insultante. Y esa desvergüenza dice mucho de lo sobrada que va. En España un “comité de sabios” dictamina sobre las vías para reducir las prestaciones de las pensiones. Su desvergüenza se asienta sobre la pasividad de la mayoría que consiente y no ejerce su legítimo derecho a desobedecer al robo”. Me sorprende la escasa preocupación que por esta cuestión muestran las encuestas de opinión y la pasividad de las asociaciones de jubilados.

Esta es la situación. Han sido extraordinariamente hábiles los que han diseñado esta estrategia. Mas debemos tener claro que, como la voracidad de esas élites es insaciable, lo peor aún estar por llegar. No caben ante esta situación anteriormente descrita mas que 2 opciones: o la sumisión o la rebelión. Personalmente me inclino por la segunda, lo que hace imprescindible, aunque también es difícil,  eliminar el miedo desmovilizador, recuperar la capacidad crítica y el sentido de solidaridad perdidos en estos momentos. Soy bastante escéptico que puedan liderar esta ingente tarea los actuales partidos políticos, más preocupados por los réditos electorales que de los problemas de los ciudadanos. De ahí su gran descrédito entre la ciudadanía.

Entiendo que la intelectualidad tiene un papel muy importante, y dentro de ella la vinculada a la disciplina de la historia. La Historia es una llamada a la acción, para despertar las conciencias, tal y como la entiende Josep Fontana.: "Desde 1945 a esta parte, la historiografía se ha dedicado a convencer a la gente de que todo intento de cambiar las reglas sociales conduce al desastre, lo cual es una lección de resignación incomparable”. Pero eso no es lo que la historia debe hacer, en algún momento debe mover hacia el cambio”. Y por supuesto, la sociedad tiene que salir de este sopor, tiene que organizarse, tiene que rebelarse a nivel civil y sindical para evitar esta regresión que nos retrotrae a los años 30 del siglo pasado. Tiene que hacerlo si le queda algún vestigio de dignidad. ¡Qué menos que dejar a las generaciones futuras los mismos derechos que nos legaron las que nos precedieron!  En nuestras manos está.

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