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Privatizar, privatizar y privatizar

           

A nivel ideológico en las últimas décadas se ha extendido la idolatría descontrolada hacia el sector privado y, en particular, hacia la privatización. En contrapartida, se ha sembrado la idea de que lo público es sinónimo de ineficacia económica y  de despilfarro de los impuestos de la ciudadanía. De ahí los ataques a los empleados públicos. Esta ideología impone la creencia de que los agentes privados tienden a ser más productivos y eficientes que los públicos y que, por tanto, el Estado debe adelgazarse para ser más eficiente y permitir que el sector privado sea el encargado de generar riqueza. Esta línea de pensamiento ha calado en amplios sectores de la sociedad. De no evitarlo, se va  a pasar en menos de 100 años a que el pronóstico de  la izquierda revolucionaria de desaparición del Estado lo haga la derecha ultraliberal.

El término privatización es confuso, impreciso y ambiguo. En sentido estricto se entiende por la enajenación o transferencia de propiedad o control del sector público al privado. Sus objetivos según los gurús de la economía: el aumento de la eficiencia, de la competencia en el mercado, mejora de las finanzas públicas, creación de un capitalismo popular, ampliación de los mercados de capitales. Mas el objetivo claro es el  de hacer negocio.

En este contexto, podemos entender que este fenómeno haya alcanzado un gran protagonismo en las últimas décadas, afectando a la mayoría de los países. En España, la primera etapa de las privatizaciones se inició a mediados de los años 80 hasta 1996 con gobiernos socialistas. El principal factor que las impulsó no se basó en motivaciones ideológicas o políticas, sino en restricciones estratégicas, presupuestarias y tecnológicas.  A partir de 1996 con el Gobierno de Aznar, las privatizaciones formando parte del programa electoral, planificándose como un programa gubernamental completo, se vendieron las empresas más rentables y los objetivos políticos fueron tan importantes o más que los económicos. Así las joyas de la corona de nuestras empresas públicas fueron vendidas como Seat, Repsol, Endesa, Telefónica, Gas Natural… El holding de la banca pública Argentaria, privatizado entre 1993 y 1998, se fusionó en 1999 con el BBV. La ciudadanía permaneció impasible ante la pérdida de todo este patrimonio colectivo.  Al  respecto es muy oportuna la reflexión de Ugo Mattei, al plantearse la necesidad de proteger la propiedad colectiva, y más todavía ahora que los gobiernos se deshacen de los servicios públicos y privatizan el patrimonio colectivo para equilibrar los presupuestos; ya que toda privatización decidida por la autoridad pública –representada por el gobierno de turno– priva a cada ciudadano de su cuota de bien común, exactamente como en el caso de una expropiación de un bien privado. Pero con una diferencia sustancial: la tradición constitucional liberal protege al propietario privado del Estado, con la indemnización por expropiación, mientras que ninguna disposición jurídica –y menos aún constitucional– ofrece ninguna protección cuando el Estado neoliberal traslada al sector privado los bienes de la colectividad. Debido a la evolución actual de la relación de fuerzas entre los Estados y las grandes empresas transnacionales, esta asimetría representa un anacronismo jurídico y político.

Hoy nos queda poca empresa pública atractiva para el capital privado. No obstante, están pendientes de este proceso Las  Loterías y Apuestas del Estado, los Paradores,  los aeropuertos de Aena.  Mas, según Martínez Enguita, como el capitalismo es extraordinariamente voraz, el próximo asalto será dirigido hacia los servicios públicos del Estado del Bienestar, entre otros  en educación, sanidad, y dependencia, con una demanda cada vez más creciente ya que la sociedad se ha acostumbrado y no sabría renunciar a ellos, tanto  es así que se han considerado como derechos. Hay capitales abundantes con unos mercados cautivos y muy prometedores. Pero todavía más.  Además de capitales ávidos, las políticas de privatización cuentan también con consumidores deseosos y contribuyentes bien dispuestos. Como la universalización de estos servicios genera quejas al no poder ser atendidas todas las demandas, como las listas de espera en el sector sanitario, esto provoca una disposición creciente hacia la oferta privada. Por otra parte, cuando una prestación que era antes un privilegio se generaliza, las anteriores clases privilegiadas buscan diferenciarse de nuevo accediendo a niveles superiores (más educación o más sanidad) o a tipos distintos (mejor u otra educación o sanidad). El diferenciarse no solo lo pretenden los que quieren conservar sus privilegios, sino también los que intentan acceder a ellos por primera vez. La educación y la sanidad privadas se pueden convertir en un símbolo de esta diferenciación. Por todo ello, se abre un mercado inmenso al capital en el ámbito de los servicios públicos. Esta va a ser la gran cuestión política en esta legislatura. Ya la estamos constatando.

 En un aviso a navegantes, Tony Judt en su libro Algo va mal nos señala que Edmund Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa ya nos advirtió “Toda sociedad que destruye el tejido de su Estado no tarda en desintegrarse en el polvo y las cenizas de la individualidad. Al eviscerar los servicios públicos y reducirlos a una red de proveedores subcontratados hemos empezado a desmantelar el tejido del Estado. En cuanto al polvo y las cenizas de la individualidad, a lo que más se parece es a la guerra de todos contra todos de la que hablaba Hobbes..”

 

Cándido Marquesán Millán

 

 

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