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¿Cuándo aprenderemos?

                       

El terremoto, el tsunami y sus secuelas sobre la central nuclear de Fukushima en Japón han provocado una extraordinaria preocupación  a nivel mundial. Contemplar las imágenes, que parecen arrancadas de alguna película apocalíptica de ciencia ficción, de una olas que superaban los 10 metros arrastrando todo lo que encontraba a su paso, de los destrozos impresionantes de fabricas, carreteras, vías férreas, puentes, puertos, escuelas, bloques de pisos; del caótico amontonamiento de coches, camiones por doquier y cadáveres, de millares de personas deambulando por los caminos nevados tras perder sus casas, de las patrullas desesperadas buscando algún superviviente, de una hija velando el cuerpo muerto de su madre recién encontrado, de los esfuerzos sobrehumanos de los 180 héroes que han permanecido junto a la central de Fukushima y de los pilotos de los helicópteros y de los conductores de camiones cisternas que tratan de impedir la catástrofe, dando su vida por un bien superior, producen un sentimiento de profunda tristeza y de  gran impotencia. También todos estos acontecimientos nos pueden  servir como una cura de humildad a esta nuestra especie humana  tan prepotente y engreída de inicios del siglo XXI, que se cree capaz de alcanzar todo y que no hay nada que se le resista. Ante las fuerzas incontroladas de la naturaleza no somos nada.

            Se ha destacado en la población nipona su entereza y su tranquilidad a la hora de enfrentarse a unos hechos tan traumáticos que trastocan de una manera tan brutal su vida y que les van a dejar una huella imborrable para mucho tiempo. Su estoicismo y su disciplina social han sido moldeados a través de su larga historia y pueden sintetizarse en la palabra japonesa “gaman”, término de origen budista que significa calma, dominio de sí mismo y perseverancia frente a la adversidad. Esta actitud, que se imparte a los niños desde la escuela es un elemento clave que mantiene unida a la sociedad de Japón. Aquí no hemos visto saqueos ni robos en establecimientos comerciales para procurarse un televisor o una nevera. Estos comportamientos, ejemplos de civismo, contrastan con los que vimos en los recientes terremotos de Haití o en Chile y en las inundaciones de Australia. ¿Por qué no hay saqueos ni robos en Japón? La respuesta es sencilla y hasta obvia: “La sociedad aquí castiga muy duro a los que quieren aprovecharse de este tipo de tragedias y la comunidad no perdona”. Piensan en el bienestar del grupo. Actúan con paciencia, esperan largo tiempo en filas para recibir las ayudas, ya que saben que hay para todos. Tienen muy claro hasta dónde llegan las responsabilidades del Gobierno.  Consideran que los fenómenos naturales son imprevisibles a los que se han tenido que acostumbrar en numerosas ocasiones. El Gran Terremoto de 1923 causó 143.000 víctimas en Tokio y arrasó el 75% del casco urbano de la ciudad. De la adversidad aprendieron y por ello la actual capital japonesa tiene anchas avenidas, calles bien asfaltadas, y edificios construidos con el primer hormigón flexible. En 1995, Kobe fue golpeada por un fenómeno de igual o mayor magnitud. Las nuevas tecnologías en la construcción – herederas del terremoto tokiota del 1923 –  evitaron otra masacre, y “tan sólo” 6.500 encontraron  la muerte en el terremoto de enero de 1995.  En ambos casos la reacción fue de solidaridad nacional, levantándose las ciudades afectadas en muy poco tiempo.   ¡El contraste con nuestra cultura española no puede ser mayor! Me viene a la memoria la tormenta de nieve a inicios del año 2009 imprevista por el Servicio Meteorológico Nacional que colapsó en unas pocas horas los accesos a Madrid. Rápidamente se culpó al Gobierno de no haberla sabido prever y de su poco prontitud para resolverla. Los medios de comunicación, el principal partido de la oposición y numerosos ciudadanos sin esperar explicación ni justificación exigieron la dimisión de la ministra de Fomento, de los máximos responsables, incluidos los conserjes, del Servicio Meteorológico Nacional, de la Dirección General de Tráfico. Son culturas diferentes, cuya explicación se escapa al principal propósito de estas líneas.

            Mas otro tema no menos grave está generando una gran preocupación y debate a nivel mundial: la falta de control en la central nuclear de Fukushima, en la que varios reactores fueron dañados con las gravísimas secuelas de escapes radiactivos. El gobierno japonés manifestó que no controlaba la situación. Cada vez la zona desalojada se ha hecho más amplia y muchos habitantes de Tokio han huido hacia el sur, algunos gobiernos extranjeros han recomendado a sus nacionales que no visiten Japón y además de preparar aviones para su evacuación. No hace falta ser un experto en la materia para conocer los gravísimos peligros a los que pueden verse sometidas las centrales nucleares, como terremotos, inundaciones, incendios o atentados terroristas; además del problema todavía por resolver de sobre los residuos. Lo lamentable son los ataques furibundos dirigidos desde determinados y poderosos grupos económicos hacia los que se han mostrado contrarios  a esta fuente energía, buscando otras alternativas más limpias. Se les ha dicho de todo, desde estar en contra del progreso como si pretendieran retornar a la época de las cavernas, a ser ecologistas de salón y de boquilla. Voces que tampoco ahora han dejado de sonar, como simple muestra puede servir desde ABC la del ínclito Hermann Tertsch: “Desde el sábado, algunos sectores de eso que más que izquierda ecopacifista es tribu ecoguerrillera y banda talibán, están literalmente impacientes en su angustiosa esperanza de que se funda algún reactor nuclear en Japón y se cumplan sus peores augurios de cataclismo. Para cargar de razón sus tesis que proclaman la energía nuclear como el mal absoluto”. Hace falta tener mala fe para escribir semejantes líneas.

Frente a estas posturas extremistas cabe citar otras más ecuánimes y clarificadoras, como las del novelista japonés Kenzaburo Oé, premio Nobel de Literatura en 1994, reflejadas en una reciente entrevista: “Los japoneses, que conocieron el fuego atómico, no deben plantearse la energía nuclear en función de la productividad industrial…. Al igual que en el caso de los seísmos, los tsunamis y otras calamidades naturales, hay que grabar la experiencia de Hiroshima en la memoria de la humanidad: es una catástrofe aún más dramática que las naturales porque la provocó el hombre. Reincidir, dando muestras con las centrales nucleares de la misma incoherencia respecto a la vida humana, es la peor de las traiciones al recuerdo de las víctimas de Hiroshima… Hoy comprobamos que el riesgo de las centrales nucleares se ha hecho realidad. La lección que podremos extraer del desastre actual dependerá de la firme resolución de no repetir los mismos errores por parte de aquellos a los que se les ha concedido el derecho de vivir”.

 

Cándido Marquesán Millán

 

 

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