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Reconocimiento tardío a Oscar Romero

Si hay un personaje por el que he sentido una especial predilección, ha sido Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. Alguien dijo que la muerte de cualquier hombre disminuye al resto de la humanidad. Esta afirmación en pocas ocasiones será tan válida como en este caso. Se convirtió tristemente  en noticia internacional por su asesinato de un disparo en el pecho, el 24 de marzo de 1980, justo en el momento de alzar el cáliz en la capilla de un hospital de enfermos de cáncer La Divina Providencia, en la colonia Miramonte de San Salvador. Un disparo hecho por un francotirador impactó en su corazón, momentos antes de la Sagrada Consagración. Pero al disparo se le unió la guerra civil (1980-1992) y más tarde los largos años que gobernó El Salvador un partido de derecha, la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), cuyo fundador, Roberto D'Aubuisson, fue también el autor intelectual del asesinato, según determinó la Comisión de la Verdad. Al ser asesinado, tenía 62 años de edad. La explicación de un acto tal vil y despreciable se debe a que desde su acceso al más alto cargo eclesiástico de su país, se mostró sensible hacia los pobres y los marginados. Denunció en sus homilías dominicales numerosas violaciones de los derechos humanos, y manifestó públicamente su solidaridad hacia las víctimas de la violencia política de su país. El día previo a su desaparición en la catedral de San Salvador, el 23 de marzo, Domingo de Ramos, pronunció en la catedral una valiente homilía dirigida al Ejército y la Policía:

Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión.

 

Ya antes había denunciado la dictadura del general Romero, que sería por cierto derrocado en un golpe de estado. Los delitos del arzobispo eran “muy claros”: “Algunos me han tratado de comunista, hoy otros me consideran como un traidor”. Lo curioso es que Romero era más bien un obispo conservador cuando llegó a la capital. Pocos días después de tomar posesión la oligarquía salvadoreña le ofreció una casa llena de lujo en uno de los barrios más elitistas, y un Cadillac. Y Romero dijo “no”.

Por ello, fue perseguido desde fuera y desde dentro de la Iglesia. Desde una Iglesia a la que a finales de los  70 le desagradaba cada vez más la “revolución” propiciada por el Concilio Vaticano II, donde se consagró el diálogo con los comunistas, con los ateos, con los no creyentes, y el compromiso con los más pobres de la tierra, que hasta entonces habían basado sus creencias en la “resignación cristiana”. La Teología de la Liberación, nacida a raíz del Concilio, y la Conferencia de Medellín(Colombia) supuso un cambio radical. Esa Iglesia a la que quiso renovar Juan XXIII, tal como se desprende de sus propias palabras: Quiero abrir las ventanas de la Iglesia  para que podamos ver lo que hay fuera, y la gente pueda ver lo que hay dentro,   el Papa Juan Pablo II hizo todo lo posible para imposibilitar cualquier cambio. Por ende,  hombres como Romero, Casaldáliga, Boff, Küng, y muchos otros, entre ellos teólogos españoles (Jon Sobrino, Benjamín Forcano, Juan José Tamayo, Juan o José María Castillo) han sido humillados y marginados desde el Vaticano. A pesar de todo,  en América Latina y en el mundo católico, coexisten desde la década de los 70 dos iglesias: una, conservadora, cercana al poder, y al capital; y otra identificada con el pueblo, con la gente pobre.

Oscar Romero fue uno de los mayores defensores de los olvidados en Sudamérica. Como lo ha sido también otro obispo  español, que ha pasado más de 30 años viviendo entre los campesinos del Matto Grosso, una de las zonas más deprimidas y oprimidas del Brasil: Pedro Casaldáliga, al que Juan Pablo II destituyó de su sede antes de cumplir los 75 años, poniendo en su lugar a un prelado que no le produjera problema alguno. Amenazado de muerte por la oligarquía brasileña y humillado por las jerarquías vaticanas, Casaldáliga es otro profeta. Su pensamiento queda perfectamente reflejado en esta cita suya: “Yo me atengo a lo dicho: La justicia: a pesar de la ley y la costumbre, a pesar del dinero y la limosna”. O como el obispo brasileño Hélder  Cámara, viviendo en una favela, y que estaba comprometido también con la lucha por la justicia, tal como puede desprenderse de sus palabras: Cuando alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente pobre me llamaron comunista.

 

Estos días, por fin, el gobierno de El Salvador cambió su posición histórica y acaba de anunciar que investigará el asesinato del arzobispo Oscar Arnulfo Romero, al acatar un mandato de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a lo cual se rehusaba hasta ahora. "El Estado reconoce plenamente la autoridad de la Comisión, reconoce el carácter vinculante del informe y reconoce las conclusiones dictadas por la Comisión", acaba de señalar el director de Derechos Humanos de la Cancillería salvadoreña, David Morales, durante una audiencia en la CIDH en Washington.

En un informe emitido en 2000, la CIDH   instó a El Salvador a realizar una investigación del asesinato, sancionar a los culpables, reparar a los familiares de la víctima y dejar sin efecto una Ley de Amnistía puesta en vigencia tras la guerra civil en ese país (1980-1992). Morales indicó que desde la llegada al poder del presidente Mauricio Funes en junio, El Salvador "avanza hacia políticas públicas en las que los derechos humanos" son la prioridad. El izquierdista Funes puso fin a 20 años de gobiernos de la derecha. Morales dijo que el gobierno trabajará con el fiscal, que es el encargado de adelantar la investigación del asesinato de Romero, considerado "la voz de los sin voz" por haber denunciado la injusticia social y la represión militar. Asimismo, trabajará con el Congreso, que es el ente que puede derogar la Ley de Amnistía de 1993.

Por lo que parece, el gobierno comenzará con las reparaciones, para lo que prevé construir una plaza en homenaje a Romero y realizar un video sobre su vida, así como se mostró abierto a discutir una compensación económica para los familiares. Además el gobierno sigue estudiando la exigencia de organismos humanitarios de que pida perdón públicamente por no haber evitado el asesinato, dijo Morales.

Mientras tanto, la causa para beatificar a Romero se encuentra ralentizada en Roma en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Desde que se abrió el proceso a finales del siglo pasado  para elevar a los altares a Romero, la iglesia local y los salvadoreños esperan una resolución de Roma. Hoy, el rostro de Romero (al igual que el de Ellacuría y el resto de los jesuitas, enterrados en la UCA) está presente en todos y cada uno de los rincones de este pequeño país. Todos reconocen en Romero la voz de Cristo, y le ven como un santo. Lo que haga la Santa Sede tampoco les importa demasiado.

 

 

 

Cándido Marquesán Millán

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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