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¡Te lo digo yo y punto!

                                  

           

Se están produciendo en la sociedad española cada vez más, todo un conjunto de comportamientos, poco ejemplificadores para una buena educación. Sea en la cafetería, en el trabajo, o en casa, comprobamos cómo no sabemos hablar sosegadamente, ni escucharnos los unos a los otros. Más que hablar, lo que hacemos es gritar. No nos interesa lo que nos puedan decir nuestros compatriotas,  porque de lo que se trata es imponernos levantando la voz, todo lo que podamos. Se dice que cuando los alemanes se reúnen, uno habla y los demás escuchan. Cuando lo hacen los ingleses, todos escuchan y ninguno habla. Pero si la reunión es de españoles, todos hablan y ninguno escucha. Pero a nadie le importa no ser escuchado.  Pero ¿por qué los españoles hablamos a gritos? Ante todo se grita frente a la frustración que sentimos por la carencia de argumentos capaces de convencer. Utilizamos el grito como medio de persuasión, Es bastante común entre nosotros la creencia de que quien grita o hace ruido tiene el poder y hasta la razón. Con los gritos, los españoles aspiramos a conquistar la razón ¡no a merecerla! Sin el grito no creemos que se pueda impresionar y convencer a nadie. Pero sólo los que nos sentimos ignorantes podemos mantener tan peregrina idea. Disraeli dijo que “darse cuenta de que se es ignorante es un gran paso hacia el saber.”Estamos, pues, bien encaminados. Cumplimos la condición de ignorantes. Sólo nos falta conseguir el resto.

            Además otro aspecto a reseñar en nuestras conversaciones es que no hay tema que se nos resista. En todos los platos metemos la cuchara. Y esto es así, porque al ser grandes devoradores de libros, tenemos unos criterios profundamente formados. Por ende, todos somos sabios. Porque, como declaraba el académico Francisco Ayala “el español acostumbra a creer que lo sabe todo.” Pero lo más sospechoso es que nadie se sorprende de tal desfachatez. Por ello, nos da igual el futbol, los toros, la política, la educación, la historia, la literatura, el cine… De todo manifestamos nuestra opinión, que, por supuesto, es siempre la mejor. Cuestionamos y damos lecciones a los diferentes profesionales de la medicina, de la enseñanza o de la historia. ¡Y ay de aquel que se atreva a discrepar de nuestras afirmaciones! Al ser todos tan sabios, tenemos solución para todos los problemas, por arduos o complejos que sean estos. Cada español se cree un mesías del destino nacional. Nuestro discurso preferido podría ser más o menos así: Si yo fuera Presidente del Gobierno, lo arreglaba todo en dos días. A algunos, es posible que le sobrasen aún veinticuatrohoras.

También constatamos por doquier grandes dosis de crispación. Es frecuente que en muchas ocasiones las conversaciones se jalonen de insultos,  intemperancias y exabruptos. Sobre todo se manifiesta en el tema de la política. Además nadie se baja del burro. No faltaría más. Aceptar que el contrario pueda tener algo de razón, creemos que es un síntoma de debilidad, cuando es todo lo contrario. Debemos avasallar y machacar al contrario. Por desgracia, superamos a todos los pueblos en el humor suicida de nuestra cólera. Otros pueblos ambiciosos o semibárbaros dirigen su furor contra el extranjero. España es el único país que se clava su propio aguijón. Quizá el enemigo de un español es siempre otro español. Se salta un ojo con tal de cegar a su enemigo. ¡Qué sabio era Azaña cuando dijo!:    Al español le gusta tener la libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba.” 

Si ya resultan lamentables las actitudes anteriormente expresadas, lo es más todavía que determinadas instituciones no sólo  no ayudan a erradicarlas sino que contribuyen a fomentarlas. Como docente  siempre en mis clases he tratado de inculcar a mis alumnos los valores de la democracia y decirles que el sancta sanctorum de esta reside en el Parlamento, ya que allí están los representantes de la soberanía popular. Hace unos meses unos alumnos de un colegio  en visita al Senado se sintieron avergonzados ante el comportamiento de nuestros representantes. ¡Vaya ejemplo!

 ¿Y qué podemos decir de los medios de comunicación? Son también culpables. En una emisora de radio, me tome la licencia de contar los insultos proferidos por el director del programa durante una hora y superaban el centenar. No me resisto a mencionar alguno de ellos, referidos a determinados personajes: víbora con cataratas, el cochero de Drácula, maricónplejines, robireche, analfabetos culturales. Un debate sosegado, en el que se expongan argumentos, en el que se respeten los tiempos, en el que se admita la posibilidad de que el contrario pueda tener razón, en el que se escuchen los unos y los otros, es imposible encontrarlo en nuestros medios de comunicación, porque no vende. Lo que vende es el aullido, el insulto, la falta de respeto.

Lo lamentable es que estas pruebas de mala educación se estén dando, como recientemente ha escrito Julio Llamazares, en una sociedad, que ha alcanzado el mayor nivel de vida de la historia, así como también ha recibido el mayor grado de formación que ha tenido nunca.

 

Cándido Marquesán Millán

 

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